11/10/10

La verdad es siempre saludable


Todo conflicto entre adultos, se construye a partir de alguna verdad interna que un individuo guarda para sí mientras que el otro ni sospecha de su existencia. Para colmo, a veces esas “verdades” personales, tuvieron su origen en secretos familiares que hemos perpetuado a través de varias generaciones, y que se organizaron alguna vez con el estúpido propósito de que no se sepa algo....relacionado con el amor. La bisabuela que se casó embarazada (por amor) y que huyó a otro pueblo donde fue odiada por la suegra que luego humilló a sus nietos que crecieron sin saber qué había sucedido. Las mentiras familiares son así: Heredamos no sólo unos cuantos secretos que cobijan amores pasionales, sino también el hábito de no decir y la necia costumbre de no confiar en los demás. Hay algo aún peor: tampoco confiamos en nuestros sentimientos y mucho menos en nuestras percepciones, sino que nos dejamos llevar por opiniones ajenas. Por lo tanto, ¿Cómo contarle a alguien la verdad si no somos capaces de abordarla? ¿Cómo saber de qué se trata eso que recordamos a medias, que no preguntamos, que nos angustia o que el destino nos devuelve en cada escena cotidiana? Además, tenemos miedo de someternos a las evidencias, porque le otorgamos a esa “verdad” chiquita y sencilla, atributos extraordinarios.  Creemos que si alguien se entera, el mundo se va a derrumbar. Pero resulta que no. No se derrumba nada. Que nuestro padre haya sido alcohólico, que nuestra hermana sufra un retraso mental, que seamos bulímicos, que nuestro hijo se haga pis en la cama, que tomemos ansiolíticos, o que nos hayamos endeudado más de lo habitual, no provocará el caos universal. Al contrario. No pasa nada. En la medida que estemos aferrados a no compartirlo con nadie –a veces ni siquiera con nuestra pareja ni con nuestros amigos más cercanos- ese asunto no nombrado nos deja aún más alejados de nosotros mismos. Ese sí que es un desmoronamiento personal. Sepamos que la verdad siempre, siempre, siempre repara, cura, sana, alivia y nos hace más humanos. En cambio, si estamos aferrados  a los secretos con nuestros miedos a cuestas cuidando que nadie nos descubra, al pasar frente a un espejo, constataremos que estamos desnudos. Que eso que somos es imposible de tapar.

Laura Gutman

El rol de padre


Frente al agobio, la confusión y el cansancio que padecemos cuando tenemos hijos pequeños,  las mujeres quisiéramos tener a mano una serie de “obligaciones” para endilgar al varón a quien percibimos más libre y autónomo y con una vida que no ha cambiado tan drásticamente como la nuestra. Somos las mujeres quienes necesitamos creer que un “buen padre” se ocupa de tal y cual manera de los hijos que tenemos en  común. Pero cuando esto no ocurre, nos abruma el rencor y la desilusión.

Los “roles” que cada uno asume son hechos culturales. O personajes que repartimos entre todos para que una escena pueda ser representada. De modo que, cuando un niño “entra en escena” (o nace), se nos desacomodan todos los roles que teníamos asignados. Las mujeres nos encontramos en lugares que no habíamos dispuesto para nosotras mismas, nos sentimos afuera del mundo, solas, exageradamente demandadas, desgarradas entre permanecer en los lugares donde habíamos forjado nuestra identidad, o pendientes de las necesidades del niño pequeño. Frente a este panorama, observamos al varón que no está ni desgarrado, ni peleado entre nuevas y viejas identidades, ni malherido, ni agotado. Por lo tanto, nos resulta evidente que tendría que asumir parte de las tareas que por carácter transitivo de género, hemos asumido las que hemos devenido madres. Y ahí se ponen de manifiesto los desacuerdos ocultos de la pareja.

Pues bien. Sobre todo esto vale la pena conversar. Porque la presencia de un niño nos  obliga a pensar cómo vivimos, qué esperamos unos de otros, qué organización familiar estamos dispuestos a construir y cuánta generosidad tenemos disponible. Por otra parte, los “roles” que asumamos, serán funcionales de acuerdo a si los hemos “planeado” juntos o no. Por ejemplo, si  asumimos que la madre se hará cargo emocionalmente del niño, necesitará que “alguien” se haga cargo emocionalmente de ella. Y el varón que tiene al lado posiblemente sea el mejor postulante para ese ”rol”.  En ese caso, no importa qué es lo que hace en función de su paternidad, no importa si baña al niño o si se despierta por las noches para calmarlo. Porque “es” padre en la medida en que sostiene  emocionalmente a la madre para que ésta tenga fuerzas afectivas suficientes para acunar al niño. En cambio, si la madre no tiene disponibilidad emocional para el niño, o no tiene posibilidades de permanecer a su lado porque la economía familiar depende de ella; posiblemente haya un varón más “cariñoso” y en apariencia “buen padre” que se ocupa del hijo. Sin embargo, de un modo poco visible está obligando a su mujer a abandonar su despliegue maternante y desviando su preocupación hacia la adquisición del alimento. En estos casos, el varón no posibilita ni facilita una permanencia suave y dedicada de la madre hacia su hijo. Y este no es un dato menor, aunque las mujeres modernas creamos que la igualdad de derechos se basa en que tanto las mujeres como los varones asumamos indistintamente la crianza de los niños; desde el punto de vista del niño, no es lo mismo recibir cuidados maternantes femeninos que cuidados paternantes masculinos. Y eso que ni siquiera estamos hablando de lactancia, hecho que requiere una permanencia y disponibilidad irremplazables por parte de la madre.

Lo ideal sería que los “roles” estén todos asignados para jugar el juego de la familia. La mayoría de las veces, esto no ocurre. Hay un rol que pocas veces asumimos, seamos mujeres o varones. Es el rol de quien se despoja de sus propias necesidades a favor de las necesidades básicas, impostergables, urgentes e irremplazables de los niños pequeños. Cuando desestimamos los tiempos lentos de los niños, la necesidad de contacto, de brazos, de presencia física y de escucha genuina; nadie asume su rol.
Hablar de lo que le toca hacer al padre o de lo que corresponde hacer a la madre nos coloca en la lucha interminable por quien logra resguardarse más a sí mismo. Es verdad que nos faltan jugadores para la escena familiar. En la mayoría de los casos nos hemos quedado sin familia extendida, sin barrio, sin aldea, sin mujeres experimentadas ni grupos de pares para hacernos cargo mancomunadamente de los niños pequeños. Estamos todos muy solos y exigidos. En ese sentido, los varones que desean ser “buenos padres” tampoco logran responder a las expectativas. Fallan. Están cansados. Reciben palabras de desprecio. Se sienten poco valiosos. Escasamente potentes. Y se supone que deberían hacer lo que no hacen, es decir, llegar temprano a casa, hacerse cargo del niño, calmarlo, jugar con él, ser paciente.

Pensar el rol del padre dentro de la familia moderna tiene que coincidir con un pensamiento más generalizado sobre cómo vivimos todos nosotros, cómo y dónde trabajamos, cómo circula el dinero, quién administra, cómo nos manejamos  respecto al poder dentro de las relaciones, cómo circula el amor y el diálogo dentro de la pareja y sobre todo qué importancia le asignamos a la libertad y a la autonomía personales. Porque es importante tener en cuenta que si estamos apegados a la propia autonomía, el niño no logrará recibir lo que necesita. Y si recibe el tiempo y la dedicación, será en detrimento de la libertad de la madre. Y desde ese lugar de pérdida de libertad, las mujeres nos ponemos exigentes con los varones, queriendo definir claramente qué roles deberían asumir. Con lo cual, estamos todos enfadados unos con otros. Por eso, el tema no pasa por luchar para determinar quién pierde más libertad, asignando deberes a diestra y siniestra, sino por revisar qué capacidad de entrega tenemos unos y otros. La maternidad y la paternidad no se llevan bien con la autonomía y la libertad personal. Tenemos que estar dispuestos a perderlas, si nos interesa el confort de los niños pequeños. Y en este punto, es lo mismo ser varones o mujeres.

Tal vez sea tiempo de mirarnos honestamente y reconocer qué es lo que cada uno de nosotros está dispuesto a dar. Comprometernos a eso y no más. Aceptar nuestras limitaciones y darnos cuenta que nos complementamos. Que hay algo que el otro ofrece que uno mismo no sería capaz. Y que si no da “todo” lo que quisiéramos, no lo coloca en un lugar donde “no da nada” sino que “da algo diferente”. De ese modo pierden sentido todas las discusiones sobre los roles adecuados, lo que se debe o no se debe hacer frente a algo tan difícil como criar niños pequeños.


Laura Gutman

7/10/10

Carta abierta a todas las mujeres, por Bianca Buchal

Queridas amigas,
Hoy os quiero desvelar un secreto. ¿Sabeis quienes sois? ¿Nunca os lo ha dicho nadie? ¿No? Entonces os lo digo yo. Vosotras sois las madres de la humanidad. Hablamos mucho sobre la paz. Todos queremos vivir en un mundo donde reina la paz. Pero en lugar de obtener un poco de paz, la violencia, la delincuencia y muchos otros aspectos negativos aumentan cada dia. Se hace mucho para intentar frenar todos los inconvenientes que no dan lugar a la paz, no sólo entre las Naciones, sino incluso entre las personas. De hecho, la paz no es solamente la ausencia de guerra. La paz es el resultado de una vida que establezca una correcta, clara, honesta, sincera cooperacion tolerante esencial del amor. Paz es inherente a la humanidad, es el amor en acción.

Aquello que decimos


Los niños creen en los padres. Cuando les decimos una y otra vez que son encantadores, que son los príncipes o princesas de la casa, que son guapos, listos, inteligentes y divertidos, se convierten en eso que nosotros decimos que son. Por el contrario, cuando les decimos que son tontos, mentirosos, malos, egoístas o distraídos, obviamente, responden a los mandatos y actúan como tales.  Aquello que los padres  -o quienes nos ocupamos de criar- decimos, se constituye en lo más sólido de la identidad del niño.
Los niños no tienen más virtudes unos que otros. Ahora bien, el niño no suficientemente mirado,  mimado, apalabrado y tomado en cuenta por sus padres, dará mayor crédito a sus discapacidades. Y sufrirá. En cambio el niño mirado y admirado por sus padres, amado a través de los actos cariñosos cotidianos, contará con una seguridad en sí mismo que le permitirá erigirse sobre sus mejores virtudes y al mismo tiempo reírse de sus dificultades.
Si nos damos cuenta que nuestros hijos  sufren, si tienen la auto estima baja, si tienen vergüenza, si se creen malos deportistas, malos alumnos, o que no están a la altura de las circunstancias,  si les cuesta hablar, relacionarse, jugar con otros, si suponen que son lentos,  o si son víctimas de las burlas de sus compañeros;  nos corresponde accionar a favor de ellos, ya mismo. Lo peor que podríamos hacer es exigirles que asuman solos sus problemas.
Podemos nombrar aquellas virtudes, recursos o habilidades que el niño sí dispone como individuo. Por ejemplo, que es un niño que siempre dice la verdad. Que nunca traicionaría a un amigo. Que es incapaz de lastimar a otro. Que observa y comprende a los que sufren. Que es generoso y tolerante. Decirles a los niños que son hermosos, amados, bienvenidos, adorados, nobles, bellos, que son la luz de nuestros ojos y la alegría de nuestro corazón; genera hijos seguros, felices y bien dispuestos.  Es posible que las palabras bonitas no aparezcan en nuestro vocabulario, porque jamás las hemos escuchado en nuestra infancia. En ese caso, nos toca aprenderlas. Si hacemos ese trabajo ahora, nuestros hijos -al devenir padres- no tendrán que asumir esta lección. Porque surgirán de sus entrañas con total naturalidad, las palabras más bellas y las frases más gratificantes hacia sus hijos. Y esas cadenas de palabras amorosas se perpetuarán por generaciones y generaciones, sin que nuestros nietos y bisnietos reparen en ellas, porque harán parte de su genuina manera de ser. Pensemos que es una inversión a futuro con riesgo cero. De ahora en más… ¡sólo palabras de amor para nuestros hijos! Gritemos al viento que los amamos hasta el cielo. Y más alto aún. Y más y más.

Extracto de un artículo del libro “Mujeres visibles, madres invisibles” de Laura Gutman

6/10/10

Las mujeres sabias

Con la ilusión y la ambivalencia de devenir abuelas, las mujeres maduras nos disponemos a afrontar esta nueva etapa, procurando ofrecer a nuestros nietos lo que quizás no pudimos ofrecer a nuestros hijos: tiempo disponible.
Sin embargo, la “abuelidad” tiene un objetivo mucho más pleno y necesario, que es la función de transmitir los secretos de la maternidad a las mujeres más jóvenes, ofreciendo nuestro conocimiento acerca del mundo interior, ya que ahora no necesitamos alimentar al niño, sino que superamos ese rol nutriendo espiritualmente a la comunidad de mujeres que devienen madres. Es posible que en el pasado hayamos padecido situaciones penosas, y a partir de esas vivencias hoy podamos optar entre dos posturas: ser duras y críticas desaprobando el modo en que ellas crían a sus hijos –con lo cual nuestras hijas necesitarán distanciarse de nosotras-  o bien abrir el corazón  con nuestra experiencia de antaño a cuestas, y ponerla al servicio de las madres jóvenes apoyándolas, comprendiéndolas, aceptándolas, amándolas y admirándolas. Y así constatar la cercanía y el entendimiento que podemos producir entre las diversas generaciones, cosa que redundará a favor del niño.
Es verdad que hemos desmerecido globalmente la sabiduría profunda de las mujeres maduras a causa de la mala reputación que han adquirido las arrugas y algunos cabellos blancos. Pero que nuestro físico pierda fuerza y belleza en la madurez es imprescindible para desapegarnos de lo aparente y sumergirnos en la complejidad del ser. Si quedáramos muy atadas a lo físico, difícilmente estaríamos dispuestas a zambullirnos en lo insondable de la vida espiritual. Necesitamos la belleza de las arrugas, el grosor de la piel algo más curtida y la fluidez de los tejidos un poco más blandos, para desparramar la sabiduría de la experiencia sobre quien esté dispuesto a aprovecharla.
Tengamos en cuenta que hoy son muchas las mujeres jóvenes con niños en brazos necesitando huir del hecho materno. Si las mujeres maduras estamos dispuestas a revisar nuestra historia sin aferrarnos a ella, y si logramos darnos cuenta que tal vez hemos sido innecesariamente hostiles o severas en el pasado, podremos resarcirnos abriendo las puertas de la conciencia femenina para que nuestras hijas y nueras puedan transitar el camino de la maternidad con mayor sostén, apoyo y generosidad. Sólo entonces mereceremos ser llamadas mujeres sabias.
Laura Gutman

El oficio de ser madre

A veces se nos olvida que toda madre es una mujer, un ser humano con una trayectoria vital determinada, con sus propios deseos y necesidades. Tambien se olvida que es imprescindible que las madres puedan realizarse como personas, con una vida plena que las ayude a acompañar el crecimiento de sus hijas e hijos y les permita construir su identidad, previniendo asi futuros trastornos emocionales.


Gemma Canovas Sau

http://www.gemmacanovassau.com/
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